DESCENTRALIZACIÓN Y BICENTENARIO
Por Javier Torres Seone, antropólogo, directivo de la Asociación Servicios Educativos Rurales (SER).
Una de las grandes tareas de nuestro país es el centralismo. Un fenómeno que se consolidó en el siglo XX, cuando la ciudad de Lima se convirtió en el espacio en el que convergían, no solo las principales carreteras del país, sino una enorme masa de población que bajó de los Andes buscando progreso y desarrollo. El centralismo en el caso peruano, no solo consiste en la concentración del poder político y económico en la capital del país, sino además en la captación de buena parte de los tributos que se generan en diversas regiones del país, debido al domicilio fiscal de las grandes empresas en Lima. Y a eso, se suma el poder simbólico que se reproduce desde los grandes medios de comunicación, los principales centros de educación superior pública y privada, y otros mecanismos de reproducción del poder de la capital sobre el resto del país. Frente a ello, son diversos los intentos hechos para transformar la relación entre Lima y las regiones. La reforma descentralista de inicios de siglo ha sido el último intento de una serie de procesos que no lograron revertir el centralismo. Hay quienes consideran que “el fracaso” de la descentralización tiene directa relación con el haber dejado en suspenso la descentralización fiscal, indispensable para otorgar cierta autonomía a los gobiernos regionales. Desde la otra orilla, hay sectores de la tecnocracia limeña que señalan con dedo acusador a la incapacidad y a la corrupción de autoridades y funcionarios. Debate abierto, donde sin duda, ambas partes tienen algo de razón.
De otro lado, no debemos olvidar que la reforma descentralista optó por crear gobiernos regionales sobre la base de los viejos departamentos, bajo el supuesto –negado por la ciudadanía en el referéndum del año 2005- que se produciría una integración de estos. Así, desde el 2002 vivimos en la paradójica situación de considerar regiones a territorios que no reúnen las condiciones para contrapesar el poder de Lima. Y es bueno recordar que el rechazo masivo de la ciudadanía a las propuestas que fueron consultadas, se debió en buena medida a la acción de quienes habiendo llegado a los gobiernos “regionales” o teniendo dicha aspiración, no querían perder su pequeña cuota de poder.
“… el fracaso de la descentralización tiene directa relación con el haber dejado en suspenso la descentralización fiscal, indispensable para otorgar cierta autonomía a los gobiernos regionales”.
Pero más allá de buscar responsables del empantanamiento de la reforma descentralista, es bastante claro, que la manera en la que se quiso reorganizar la relación entre Lima y las regiones no ha dado el resultado esperado. Una de las razones de este fracaso, tiene que ver con la equivocada idea –compartida por políticos y tecnócratas de distintas tendencias- es creer que una transformación de tal magnitud puede generarse exclusivamente a través de reformas institucionales, olvidado las lecciones de la historia y de los intentos descentralistas anteriores, las dinámicas sociales y económicas de cada región, la cultura política de los actores que deben liderar el proceso.
A estos factores claves para impulsar la gran reforma del Estado, se suma uno que es fundamental analizar, y es la resistencia del poder a tal cambio. Y aquí me refiero a Lima, no como la ciudad donde han convergido “todas las sangres” de las que hablaba José María Arguedas, sino a sus elites, detentoras del poder económico y simbólico, y en menor medida del poder político. ¿Qué razón de peso tenían para ceder dicho poder? Es cierto que la caída del fujimorismo a fines del año 2000 había significado una derrota política para este sector, pero no de la magnitud que significará una transformación significativa. Es bueno recordar que los privilegios tributarios y las facilidades para la gran inversión no fueron tocados por la transición liderada por Valentín Paniagua, y mucho menos por el gobierno de Alejandro Toledo. Así, la reforma descentralista nos recuerda a la famosa frase de la novela “El gatopardo” en la que uno de los personajes dice “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”, en otras palabras para conservar el poder lo que hay que generar es un cambio aparente, y todo seguirá igual. Así pues, la trampa de la reforma, que muchos entusiastamente apoyamos, nos hizo creer que el poder comenzaba a ser traspasado a las regiones. Y al final, lo que llegó fue algo de recursos, y nuevos cargos que elegir y que repartir, Migajas que el poder central podía darse el lujo de entregar. Ya que mientras el poder de la distribución de los recursos del Estado siga en manos del MEF y el poder político siga concentrado en el Gobierno Nacional (y ahora en el Congreso) poco o nada pueden hacer las regiones.
“(…) la reforma descentralista nos recuerda a la famosa frase de la novela “El gatopardo” (…) ‘si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie’, en otras palabras, para conservar el poder lo que hay que generar es un cambio aparente, y todo seguirá igual”.
¿Pudo ser diferente la historia? Es fácil juzgar una vez ocurridos los hechos, pero en mi opinión, el gran problema en las regiones fue la ausencia de proyectos políticos de verdadero alcance regional. La mayoría de gobernadores (antes presidentes regionales) se contentaron con ofrecer obra pública, repitiendo el modelo que durante toda la década del noventa había popularizado Alberto Fujimori, y que la sabiduría popular resumió en la frase: “No importa que robe pero que haga obra”, y así fuimos testigos de la competencia entre gobernadores y alcaldes despilfarrando recursos en obras innecesarias o mal hechas. A eso se añadió la perversa cultura política predominante en nuestro país del amiguismo, el compadrazgo y el nepotismo, en el que el Estado se entendía como “la chacra” de la autoridad y a la vez un botín que ha ido pasando de mano en mano. Y eso antes que disminuir ha ido creciendo en cada nuevo período.
“La perversa cultura política predominante en nuestro país del amiguismo, el compadrazgo y el nepotismo, en el que el Estado se entendía como “la chacra” de la autoridad”.
Si bien el balance resulta bastante pesimista, eso no significa que las cosas sigan así siempre. Pero para que la descentralización pueda ser una apuesta en la que las nuevas generaciones que ingresan a la vida política y los pueblos crean, cada región tiene que construir una agenda de desarrollo, y luego entrar en diálogo con las regiones vecinas. Comenzar a tejer desde abajo un nuevo proyecto político de transformación del Estado, recogiendo las lecciones del proceso y la realidad concreta. Es desde ahí donde debe darse la confrontación con el poder central. Ese es el reto.
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