CIPRIANI, A LA LUZ DE SUS HECHOS

Por Carlos Condori, antropólogo y periodista ayacuchano.
Todo había transcurrido a la luz de la sombra, cuando el cardenal Cipriani había sido condenado al silencio y el exilio. La decisión había venido desde las más altas esferas de la Iglesia Católica, cuando el exarzobispo de Lima, retirado por edad, no solo dejaba la función de cardenal, sino que pasaba a otra condición, en la que no podía tener una labor pastoral; pero, igual, no podía mostrar los signos y símbolos que su alta investidura disponía. Era algo que solo transcurría prácticamente en privado, en una suerte de acuerdo de «caballeros», entre una institucionalidad mundial, con una persona que también tenía una presencia importante.
Nada de lo que ocurre hoy se produce en medio de una situación en la que se imponga el consenso. Por un lado, la iglesia disponía de evidencias razonables y, probablemente, el propio Cipriani sabía de la envergadura de los hechos que, para bien o para mal, se convertirían en un escándalo para todos. Así, el acuerdo entre las partes había transcurrido en estricto privado hasta que llegó a manos de la prensa, que lo difundió hace tan solo unos días en España, y recién empezaron a salir pormenores del hecho.
Quien conoce la institucionalidad jerarquizada de la iglesia sabe que muchas cosas transcurren de esa manera, en la aceptación de una realidad absolutamente preocupante; aunque hoy comienza a salir también la otra versión sobre una confrontación interna en la iglesia que tiene estas consecuencias, más aún, cuando se sabe que entre los jesuitas, de los que es parte el Santo Padre, y el Opus Dei, de Cipriani, existen diferencias grandes y probablemente insalvables.
Situación que igualmente se da en medio de la disolución del Sodalicio, una organización religiosa cristiana que, desde los años 70, comenzó a tener presencia y se sabe que habría agrupado a más de 20 mil laicos y sacerdotes católicos, pero que todo el tiempo transcurrió en medio de escándalos vinculados a agresiones y todo tipo de violencia sexual de la que fueron víctimas jóvenes, que en la mayoría de los casos, fueron sus padres quienes los acercaron, buscando en la iglesia y su comunidad protección y apoyo para su desarrollo integral. Igualmente, jóvenes que buscaban, como ocurre con cientos y miles de adolescentes, en el sacerdote, en la iglesia, una comunidad para el apoyo, la fraternidad y la solidaridad.
Una y otra historia que involucra directamente al Opus Dei, al que habría que agregar el papel del entonces arzobispo de Ayacucho, que en los momentos dramáticos para todos, apostó por la fuerza y la violación de los derechos humanos, que era parte de todo accionar de las fuerzas del orden. Con la autoridad de la iglesia, podía bien parar el SIGNO DE VIOLENCIA DEL ESTADO, que era caldo de cultivo para el terrorismo senderista, que no esperaba sino más violencia para hacer realidad su consigna de que la lucha armada se justifica.
Si la iglesia es amor por los pobres, por los más vulnerables y desvalidos; por la paz, la justicia, la fraternidad, el perdón y la reconciliación, ese definitivamente no es Juan Luis Cipriani Thorne; Ayacucho lo recuerda y recordará siempre con la otra expresión, por momentos, inclusive asumiendo el orden y el liderazgo de los propios comandos políticos militares.