Cómo voy a buscar, sino sé dónde están
Entrevista al Monseñor Salvador Piñeiro, arzobispo de Ayacucho.
Monseñor, cuéntenos un poco dónde nació, para tener una referencia directa de usted.
Yo soy limeño mazamorrero, nací en la maternidad de Lima, y toda mi vida fue en el barrio de San Marcelo, muy cerca a Nazarenas. En plena centro de Lima, en jirón Caylloma, había una vida propia de barrio: nos conocíamos casi todos, y mi vida transcurría también muy cerca de la parroquia San Marcelo. En ese tiempo, había muchas familias alrededor, hoy día todos son centros comerciales.
Educado en la escuela de La Salle, entré al seminario muy joven, no me pesa, terminé los estudios, a los veinticuatro años. Me ordenó sacerdote el cardenal Juan Landázuri, de feliz recordación, y toda mi vida la trabajé en Lima, como párroco en la Virgen del Carmen en San Miguel, en la Santa Cruz de Barranco, en Santa Rosa de Lima de Lince, fui rector del seminario, y el papa San Juan Pablo II me llamó a ser obispo militar. Once años serví a este grupo de peruanos que nos enseñan lo que significa construir un Perú solidario, conocí a todas las guarniciones, y el papa Benedicto XVI me trajo a Ayacucho para estar más cerca del cielo.
Trece años estoy aquí, he compartido, pues, la amistad, el cariño de toda esta iglesia de los Andes.
¿Cómo asume el sacerdote el sacerdocio monseñor?
Yo desde niño quise ser sacerdote, no recuerdo haber tenido otra ilusión. La vida parroquial, la educación religiosa, la vida de mi hogar, me ayudaron a tener una decisión desde pequeño, querer servir a la iglesia, seguir a Jesús como sacerdote.
¿Qué le significó su paso por los cuarteles?
Todo el año, vivías quince días en Lima y quince días visitando las regiones militares, las bases aéreas, la fuerza naval, la policía. Ahí me encontraba con un grupo de personas que tienen una gran sensibilidad, un gran amor a la patria, que trabajan profesionalmente y hay que acompañarlos, porque en algunos sitios no pueden ir con su familia, en otros sitios cambian las edades, los programas, y hay que ayudarlos porque apuestan por el Perú, es un grupo humano que, en 1943, pidió al Santo Padre de aquel entonces, que los cuidaran los capellanes y un obispo militar. El obispo con todas las obligaciones de la enseñanza, de los sacramentos, del acompañamiento a la comunidad.
¿Y alguna vez había pensado llegar a Ayacucho?
Conocí a Ayacucho en 1969. Vine para la ordenación de dos compañeros de seminario y me impresionó la pobreza. Me impresionó que no teníamos las comodidades que requiere una capital de departamento y tan significativa. Quedé impresionado. Después volví varias veces, y fue interesante, porque Monseñor Otoniel Alcedo me invitó hace veinticinco años, siendo un joven sacerdote a predicar el año santo. Monseñor Federico Richter me invitó a dar retiro al clero siendo un sacerdote joven. Así que tenía mucha amistad, pero nunca me imaginé ser obispo y después venir como arzobispo a Ayacucho.
¿Cómo reacciona cuando le dicen: vaya a Ayacucho?
Pues de sorpresa. El anuncio me llamó en nombre del Santo Padre y me dice que me nombraba arzobispo de Ayacucho. La única observación que le dije, déjeme consultarlo con el médico porque yo nunca he vivido en la sierra. Haga la consulta con mucha cautela. Llamé al doctor Rodríguez en el hospital de la FAP, me dijo, usted puede vivir en la en la sierra, está bien su corazón, era la reafirmación del pedido de llegar aquí y estar con Ayacucho.
Ahora, Ayacucho no era una zona con buenas referencias, había ocurrido situaciones de violencia muy grandes. ¿Con qué expectativa vino usted?
Bueno, uno viene siempre con el deseo de servir, de ser fiel al llamado de la iglesia. Sabía de las horas difíciles, como castrense. Había visto el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Sabía los datos y me hizo pensar en que debo traer también una palabra de consuelo y de esperanza, porque hay tantas familias que lloran la partida de sus seres queridos y no han cerrado el duelo, y hay que llenar de esperanza también a la juventud para que no repitan esas páginas de odio, de violencia, sino trabajemos la reconciliación, la paz, la solidaridad.
Y trece años más tarde, ¿qué siente, monseñor?
Nadie nos da informes desde las fosas donde están los cadáveres de tantos, tantos hermanos. Dieciséis mil desaparecidos con la Cruz Roja nos hemos propuesto, díganos dónde están, yo cómo voy a buscar si no sé dónde están las fosas. Por eso, también a través de estas líneas, quienes tienen información confíen en el sigilo, en el secreto que guardamos como sacerdotes y como institución humanitaria, que es la Cruz Roja, para ayudar y consolar a los que sufren.
Se sigue viendo un escenario de pobreza, de abandono, de postergación también.
Es una zona difícil, no tenemos un agro que nos facilite. Es la cordillera, los Andes nos dividen, nos hace muy difícil encontrar terrenos de cultivo, no tenemos fábricas. Entonces, es una economía de comercio, por eso yo invito siempre que tengo reuniones, que apuesten por Ayacucho quienes tienen capacidad económica y, sobre todo, inspiración para programas. Es una hora difícil, pero yo creo que vamos entendiendo que hay que sumar esfuerzos y construir un Perú reconciliado.
¿Y qué puede decir de sus liderazgos, de sus autoridades?
En algunos aspectos estamos mejorando. Las provincias están comunicadas con mejores vías. Las autoridades, a veces tienen programas con mucha ilusión, pero hay que también pisar tierra. Ver las posibilidades económicas. Yo comprendo que en trece años he visto cómo van superándose las dificultades, pero todavía tenemos que trabajar con más interés de integrar la sociedad civil, integrar los centros de cultura, integrar también nuestra selva. Buena parte de nuestro territorio es el VRAE, y a veces las culturas nativas no las hemos atendido debidamente.
Usted sale permanentemente al campo, a las comunidades. Está regresando de Santillana. Hay un crecimiento y hay una actividad permanente de las iglesias evangélicas.
Bueno, donde no está el sacerdote, donde no está una comunidad católica, también la gente, busca y encuentra cariño, acogida en otras comunidades de fe. No estamos aquí en competencia, pero la fe católica en Ayacucho es muy significativa. La religiosidad popular, cuando voy a los pueblos, qué cariño, qué cercanía. Yo percibo esa ilusión por las cosas religiosas, hay que acompañarlos. Ojalá me vengan vocaciones al sacerdocio y, sobre todo, también laicos comprometidos.
La iglesia no somos los curas, la iglesia es este pueblo de Dios que camina en la historia, guiado por los pastores, pero participando todos. Tenemos cualidades que aportar. Cuando me encuentro con gente que me dice, yo no sirvo para nada, mentira, ¿Cómo no vas a servir para algo? Dios no hace basura, Dios nos ha creado con potencialidades de educación, de servicio, de generosidad.
A pocos días estamos en el bicentenario, monseñor. Usted, como todos los ciudadanos, ¿esperaba con expectativa esta fecha?
Con gran ilusión. Y siento que nos falta vibrar, nos falta la identidad nacional. Ha sido muy emocionante, la semana pasada hemos ido los todos los sacerdotes de Ayacucho a Quinua y a la Pampa de Ayacucho, donde hemos tenido una jornada de oración, de reflexión por la patria, y después hemos subido al obelisco, hemos cantado el himno nacional, hemos reflexionado en lo que significa nuestro servicio, nuestra ilusión, nuestra presencia religiosa para que el Perú sea grande, próspero, libre.
Mucha gente compara el bicentenario con lo que fue el sesquicentenario.
Sí, y parece que tuvo más más resonancia por las delegaciones que vinieron, por los servicios que se crearon. Esperamos también, pues, que en este último tramo hacia el bicentenario nuestra ciudad se alegre, reciba a los visitantes y, como todo jubileo, hay que celebrar, hay que reflexionar y trabajar. Son tres palabras claves en un trasfondo bíblico. Celebrar la patria, la herencia de nuestros padres, lo que nos dejaron los mayores en este trozo del mundo que amamos, que se llama Perú. Reflexionar.
He visto que ha habido encuentros de estudiosos de la historia, de distintas áreas. Hay que reflexionar el hoy de nuestra historia, tenemos que luchar contra la corrupción, contra el desánimo, el desaliento, y por eso, que ese jubileo nos haga trabajar. Ojalá pongamos algún signo que nos haga recordar, como el obelisco fue un signo del sesquicentenario, del bicentenario tendremos que poner alguna señal.
Muchos entendemos esto como una oportunidad perdida, y aspiramos que este bicentenario no termine el nueve de diciembre, sino al contrario, nos abra un momento de repente, de mayor reflexión y de compromisos. ¿Qué diría usted, monseñor?
Yo estoy convencido de que estos jubileos nos hacen jubilosos y también nos hacen abrir nuevos horizontes, nuevas tareas. El Señor Nazareno, patrono de Huamanga y rey de nuestros corazones, nos enseña a llevar la cruz. Nuestro pueblo sufre, lleva la cruz, pero llevar la cruz con esperanza. No nos sentimos fracasados, caminamos hacia el señor de la Pascua, eso es lo hermoso de la Semana Santa ayacuchana, que no termine el Viernes del Calvario, sino el Domingo de Resucitar.
Qué decirle, monseñor, a nuestras autoridades que no están juntos, en muchos de los casos enfrentados, y cada uno en sus espacios propios.
Siempre es muy humano buscar, pues, alguna preferencia, pero yo creo que lo democrático es ver en común las cosas, dialogar, sentarnos, reconciliarnos. Podemos fallar, todos somos frágiles y pecadores. Necesitamos encontrarnos, darnos la mano amiga, ayudarnos a ser una sociedad de hermanos. Hemos puesto un bonito eslogan en la iglesia, “Bicentenario: los peruanos somos hermanos”. Es tocarle nuestro corazón en los proyectos de nuestras autoridades.
El señor Roque Benavides, que es un empresario conocido, después de estar en Ayacucho, decía que esto está prácticamente abandonado y con sus autoridades y sus personalidades no están hablando fuerte. ¿Qué podría decir este señor?
Siempre es bueno escuchar una crítica amiga, un análisis de gente técnica, como lo hace Roque Benavides en el mundo empresarial. Hay que escuchar y eso nos sirve para reflexionar, para reconocer nuestras limitaciones y entusiasmarnos. Si no tenemos esperanza, mejor apagamos la luz y nos vamos. Por eso el Papa Francisco nos pide que el próximo año sea un año santo, un año jubilar, y pone como lema: “la esperanza no defrauda”. Hoy día, los dos pecados contra la esperanza son la presunción y el desaliento.
El creer que no necesitamos de Dios y el amilanamos, entristecernos por tantos problemas. Tengamos esperanza.
Finalmente, Monseñor, ¿qué decirle a la población, al ciudadano común y corriente, qué palabras brindarle?
En primer lugar, cuidar más la familia. Muchas de estas situaciones se realizan porque falta vida de hogar. Hay que trabajar más por la familia, es el lugar privilegiado para querernos, ayudarnos, reconocer la gloria de Dios, hacer de cada hogar un Nazaret. En segundo lugar, integrar más a las instituciones. Aquí no estamos en competencias.
Hay un verbo que no se debe conjugar: competir. Hay que conjugar el verbo cristiano: compartir que es dar tu tiempo, tu cariño, tus iniciativas, ayudarnos. Por eso también necesitamos una mayor solidaridad con el mundo que sufre. Que ojalá en este bicentenario llevemos una ofrenda al puericultorio, en favor de los niños; al asilo, donde hay tantos ancianos; y a los hogares Juan Pablo II en Huancapi, Huanta, Tambo. Hay muchas formas para abrir nuestro corazón y colaborar aliviando el dolor, el sufrimiento de muchos.